Convoy de la ONG hacia Senegal.
Yo vi llorar a Belmojtar”
Roque Pascual, un exrehén español de Al Qaeda, narra, por primera vez, sus nueve meses de cautiverio y su trato con el terrorista que organizó en Argelia el mayor secuestro de la historia
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Los tres cooperantes españoles secuestrados, Albert Vilalta, Alicia Gámez (con pañuelo) y Roque Pascual. junto a sus captores, terroristas de AQMI, en una imagen sin datar.
Cuando él llegaba empezaba la parafernalia. Todos los hombres se movilizaban, se iniciaba el entrenamiento guerrillero, los ejercicios de tiro, etcétera”. Él es Mojtar Belmojtar, argelino de 40 años, el terrorista que dirigió este mes desde algún lugar del norte de Malí el mayor secuestro de la historia, con casi 800 cautivos, el de la planta gasística de Tigantourine, en el sureste de Argelia. Murieron 38 civiles y 29 terroristas. Y quien habla es Roque Pascual Salazar, de 53 años, uno de los pocos occidentales que ha conocido y tratado, muy a pesar suyo, a Belmojtar.
Fue durante nueve meses. Ese fue el tiempo que permaneció secuestrado en el norte de Malí junto con otros dos voluntarios catalanes, Alicia Gámez —liberada antes— y Albert Vilalta. Formaban parte de una caravana que llevaba ayuda humanitaria por cuenta de la ONG Barcelona Acció Solidària. Los tres fueron apresados en Mauritania por un comando de Belmojtar el 29 de noviembre de 2009.
La reaparición ahora de su cancerbero reivindicando en un vídeo el secuestro colectivo de Argelia, empeñado en convertirse en el Bin Laden del Sahel, ha reactivado los recuerdos de Pascual y de sus compañeros de cautiverio. Pascual se ha sobresaltado incluso al leer los nombres de dos de los terroristas muertos en Tigantourine: Abderramán, El Nigerino, y Amine Moucheneb, Tahar.
“Estuvimos vigilados por ambos en el desierto”, recuerda Roque. “Pero Abderramán participó incluso en nuestro secuestro”, en la principal carretera de Mauritania, a 170 kilómetros al norte de Nuakchot. “Era la mano derecha de Belmojtar; su pérdida ha debido de ser un golpe muy duro para él”. Según las autoridades argelinas, Abderramán era un árabe de Níger que se puso a las órdenes de Belmojtar.
Movido, acaso, por los recuerdos que vuelven a aflorar tras la tragedia de Tigantourine, Pascual ha aceptado, por primera vez, narrar su cautiverio. A diferencia de la mayoría de los exrehenes europeos en el Sahel —cuatro de ellos entrevistados por EL PAÍS— los cinco españoles allí secuestrados entre 2009 y 2012 han rehusado hablar con la prensa.
Pascual es un hombre cordial y derrocha humanidad. El secuestro no parece haberle amargado la vida. Sí está apenado porque entre su ausencia forzosa y la crisis económica Gecoinsa, la empresa de obras públicas que levantó a lo largo de 25 años y en la que tenía a 157 trabajadores, se ha ido al traste. Ahora intenta poner en marcha otro negocio en Santa Coloma de Gramenet (Barcelona), pero se enfrenta a las mismas dificultades de financiación de muchos emprendedores. Su relato, recogido durante horas en un hotel de Barcelona, es un apasionante viaje por la que, a ojos del general Carter Ham, jefe del mando del Pentágono para África (Africom), se ha convertido en la organización terrorista más poderosa y rica del mundo, gracias, en buena medida, a los rescates. Desde marzo, los terroristas y sus socios tuareg son los dueños del norte de Malí, un territorio escasamente poblado, pero tan extenso como España e Italia juntos.
Abderramán, El Nigerino, estaba en el todoterreno cuyos ocupantes encañonaron a Pascual, Vilalta y Gámez mientras otro vehículo les golpeaba ligeramente por detrás. Después les adelantaron, les obligaron a parar y a bajar. A través de la radio de a bordo, tuvo tiempo de dar la alarma a los demás integrantes de la caravana solidaria, pero estaban todos demasiado absortos en el partido Barça-Madrid, que escuchaban sintonizando la emisora de RNE de Las Palmas.
Los asaltantes daban gritos en árabe mientras los catalanes tenían los brazos en alto. Uno parecía hablar francés. Vilalta giró la cabeza para preguntarle: “Qu‘est-ce qui se passe?” (¿Qué sucede?). Bastó con ese leve movimiento para que a uno de los jóvenes apretara el gatillo. Tres balas fueron a parar a la pierna de Vilalta y, de rebote, un casquillo hirió ligeramente a Gámez en un pie.
Empezó entonces una huida en plena noche a través del desierto, con los faros apagados, rumbo a Malí. Vilalta iba delante del todoterreno con su pierna estirada y los otros dos detrás, tapados por unas mantas. “Pasamos incluso detrás de un puesto de la Gendarmería mauritana”, recuerda Pascual que lo entrevió al levantar un pico de la cobertera. Los terroristas se movían con soltura.
De vez en cuando, el líder se incorporaba a las charlas, muchas sobre Al Andalus, de rehenes y guardianes
Solo al tercer día de viaje, Bilal, un supuesto médico argelino, “el hombre más guapo del desierto”, según la exrehén alemana Marianne Petzold, curó las heridas de bala de Vilalta. Le enyesó la pierna a la luz de los faros de varios todoterrenos. Poco después apareció Belmojtar ante sus rehenes.
Pascual no padece el “síndrome de Estocolmo”, aquel que convierte a las víctimas en cómplices de su secuestrador. Lo repite mil veces: “Eran todos malos, malísimos”. Aún así Belmojtar no era el peor. “Venía cada tres semanas a vernos y en alguna ocasión se quedó hasta una semana con nosotros”, rememora Roque. “Dormía al aire libre, un poco apartado”.
¿Y qué hacía cuando venía Belmojtar a visitarles? “Aunque parezca mentira nos daba ánimos”, contesta Roque. “Nos dijo de entrada que nos lo tomásemos con tranquilidad; que estaríamos en sus manos entre cuatro y ocho meses; que no pensásemos en nuestra liberación, que llegaría en su momento, y que mientras tanto no nos preocupásemos; que intentáramos estar allí lo mejor posible”.
Belmojtar se expresaba en árabe y le traducían al francés, un idioma que Vilalta domina. “A veces parecía que Belmojtar entendía el francés” porque apostillaba al intérprete. “Es un tipo educado. Hablaba en voz baja y marcaba silencios sepulcrales en la conversación. Nadie le discutía nada excepto, alguna vez, uno de sus suegros —el jefe terrorista tiene cuatro esposas—, Omar Hanane”. Este se incorporó en 2011 al Muyao, un nuevo grupo terrorista que se estrenó secuestrando a tres cooperantes, dos de ellos españoles, en los campamentos de refugiados saharauis de Tinduf (Argelia).
De vez en cuando, Belmojtar se incorporaba, brevemente, a alguna de las charlas de los rehenes con sus guardianes, sobre todo con Hanane, que es trilingüe. “Muchas vertían sobre Al Andalus, la tierra prometida que quieren reconquistar”, señala Pascual. “Belmojtar hacía hincapié en el papel de Toledo, cuya historia conocía”. En sus visitas, Belmojtar no hizo confidencias, pero durante las largas horas de conversación en el desierto algunos de sus fieles sí se fueron de la lengua. “No sé si fanfarroneaban, pero ellos ya decían que tenían capacidad para golpear las explotaciones gasísticas en Argelia”, recuerda. Faltaban aún tres años para que el comando de Belmojtar se apoderase de Tigantourine. Mientras tanto, en 2011, se abastecieron en los arsenales de Gadafi con nuevas armas que emplearon en el ataque a la planta gasística argelina.
“Los sábados por la noche nos ponían películas de yihadistas. ¡Qué de escabechinas tuvimos que visionar!”
Los primeros momentos fueron los más difíciles. Los tres catalanes convivían en un zulo, con tres camastros, del que Vilalta no salió durante dos meses porque su pierna le impedía caminar. “Le hice de enfermero”, afirma Pascual. Pero la falta de medicación para la hipertensión que padece acabó también afectando a Pascual: “Estuve ido unos días y fueron ellos [Vilalta y Gámez] los que me cuidaron”.
“Cuando nos convertimos al islam nos trataron mejor, más comida y agua con menos sabor a gasóleo”
Pascual empezó a mejorar con la medicación que le trajo Mustafá Chafi, un consejero mauritano del presidente de Burkina Faso al que Belmojtar elige siempre como mediador. Chafi llegó al zulo con los ojos vendados, pero con un lote de medicinas y de vitaminas del Ejército español. “Encontré mal a Pascual y me costó que se tomará unas pastillas porque no eran de su marca habitual, sino de otra, fabricada en Argelia; pero con la misma composición”, contó el mediador por teléfono. “Temía que le fuesen a envenenar”.
Con los medicamentos llegaron también los problemas. Pascual ingería Seguril, un diurético para la hipertensión, y le entraban súbitas ganas de orinar. Todos, excepto Vilalta, debían hacer sus necesidades en una duna alejada, pero Pascual no se aguantó y se alivió en una lata que servía a su compañero de orinal. “Se lo tomaron mal y me dieron con una regla en la mano, como en el colegio”, recuerda. En otra ocasión, Pascual pensó que le daba tiempo a llegar hasta la duna toilette, como la llamaban, pero se vio obligado a orinar en la anterior. “¡No veas cómo se pusieron!”. “Me hicieron remover toda la tierra como si hubiese que sepultar una montaña de excrementos. Así que no me quedó más remedio que dejar de tomar el Seguril”.
Los rehenes se mantenían informados a través de Radio Exterior de España. “Solo podíamos escuchar noticias y los partidos. La música estaba prohibida. Un día estuve un poco lento a la hora de apagar el receptor tras el boletín y se oyeron unos compases. El castigo fue retirarnos la radio durante un par de semanas”.
Además de la radio había otro tipo de ocio. “Los sábados por la noche sesión de cine”, rememora Pascual riéndose. “Una especie de responsable de comunicación que tenía Belmojtar llegaba con un ordenador cargado de vídeos con hazañas yihadistas en Afganistán, Argelia, etcétera. ¡Qué de escabechinas tuvimos que visionar! Les gustaba especialmente combinar un vídeo promocional de un vehículo blindado que, se suponía, era a prueba de bombas, y enseñárnoslo después despanzurrado tras un ataque de los suyos”.
A la derecha de la imagen, Abdelmalek Doudkel, el líder de Al Qaeda en el Magreb.
El tercer castigo le fue impuesto a Pascual a causa de un grito de Alicia Gámez en plena noche, que hizo sospechar erróneamente a sus cancerberos que el más cercano de sus compañeros de zulo había intentado algún tocamiento. Durante un tiempo le esposaron para dormir.
La convivencia sin nada que hacer en un lugar perdido e inhóspito no siempre fue fácil. Para aliviar su cautiverio “Albert quería hablar todo el santo día de Mónica y de sus tres hijos, de su familia, de nuestras familias”, afirma Pascual. “A mí me producía mucho dolor, no era soportable. Quise fijar un horario para tratar ese tema y después pasar a otra cosa”.
El 28 de diciembre de 2009 les hicieron recorrer decenas de kilómetros —“sospecho que nos introdujeron en Mauritania”, señala— para que desde allí llamaran a sus familias. Pascual escuchó en el auricular la voz serena de su mujer, Isa, diciéndole desde su casa en Santa Coloma de Gramenet: “Ten fe Roque, todo va a acabar bien”. Ella y los demás familiares habían sido debidamente preparados por los psicólogos del Ayuntamiento de Barcelona para atender esa ansiada llamada.
También contribuyeron a levantarles la moral el contacto telefónico diario, con todas las familias, de la que en ese momento era secretaria de Estado, Soraya Rodríguez, y las dos visitas secretas a Barcelona de la vicepresidenta, María Teresa Fernández de la Vega. Ambas se presentaron, en la Nochebuena de 2009, en casa de Inmaculada, la hermana de Roque, en Barcelona, para reunirse con todos e infundirles ánimo. “Tengo una inmensa deuda con ellas”, recalca Pascual.
“Aún así lo digo y lo repito: Albert es el mejor compañero de reclusión que me podía haber tocado”, recalca Pascual. Vilalta fue ingeniero jefe del Ayuntamiento de Barcelona y Pascual contratista de obras. “Juntos repasamos varias veces el urbanismo de Barcelona con sus aciertos y sus errores”, recuerda sonriente. “Juntos evitamos también que otro hiciera algún disparate”, continúa Pascual. “Me acuerdo aún de la mirada casi libidinosa que Albert echaba a un todoterreno aparcado con la llave de contacto puesta. Soñaba con escaparnos. Le tuve que decir: ‘Pero si no sabemos dónde estamos ni para donde tirar cuando cojas el volante”. “Durante los cinco meses que estuvimos en el zulo solo vimos pasar a un camello con dos jinetes”.
Cuando, al cabo de dos meses, Vilalta empezó de nuevo a caminar y salió, por fin, del zulo, hizo una gran aportación al ocio del grupo. “Trajo unas piedras con las que organizó un ajedrez. Nos hacíamos hasta doce partidas diarias. Hasan, el más violento de nuestros guardianes, quiso aprender. Aunque rezaban cinco veces al día ellos también tenían que matar el aburrimiento”.
Para estar ocupado, Pascual aprendió a hacer el pan, por las mañanas, con sus secuestradores. “A cambio nosotros les enseñamos a hacer carne a la brasa porque ellos lo cocían todo. Cazaban gacelas con armas de guerra y las preparábamos juntos. Es una carne sabrosa y sin grasa. Les propuse hasta montar un negocio de venta de carne de gacela en España”, se ríe.
El convoy de la ONG Barcelona Acció Solidària reanuda su ruta el 2 de diciembre de 2009 hacia Senegal, escoltado por el Ejército mauritano /RAFAEL MARCHANTE (REUTERS)
Alicia Gámez, que había estudiado teología, fue la primera de los tres en ceder a la machacona insistencia de sus cancerberos para que se convirtieran al islam. A la mujer musulmana sus guardianes decidieron entonces protegerla y colgaron unas telas en medio del zulo para establecer una separación con los dos varones.
A esa conversión debió, en parte, Alicia Gámez su liberación el 10 de marzo de 2010, tras 102 días de cautiverio, según el comunicado que Al Qaeda envió a EL PAÍS ese mismo día. Chafi, el mediador mauritano, que fue a recoger a la rehén en algún lugar del desierto, recuerda el periplo con Gámez hasta llegar a un territorio seguro como una de sus peores experiencias.
“Estaba muy inquieta”, según el mediador. Gámez se había imaginado que la trasladaban a Afganistán y en más de una ocasión echó a correr en pleno desierto para escaparse de Chafi. Sus guardaespaldas la trajeron a rastras al todoterreno. Para colmo, cuando aún estaba en manos de los terroristas, estos sufrieron un ataque de bandoleros que repelieron airosamente a tiros.
Pascual y Vilalta tardaron siete meses en contestar con un “sí” a la pregunta que les hacía Belmojtar cuando les venía a visitar. “¿Os habéis convertido al islam?”. Sus subalternos les explicaban a diario las virtudes de su religión desde el zakat, un impuesto de redistribución, hasta su concepción del paraíso con las vírgenes que esperan a los hombres piadosos. Les habían regalado un Corán en francés.
“Mire, Roque ya sabe rezar”, le dijo Vilalta a Belmojtar. Después de haber hecho sus abluciones, Pascual empezó entonces a prosternarse para cumplir con el segundo pilar del islam (la oración). El terrorista “Belmojtar lloró de emoción”, recuerda Pascual. “Le vi también sonreír. A partir de ahí dejamos de ser rehenes para convertirnos en hermanos”, asegura.
“Nunca nos trataron del todo mal, pero a partir de entonces se comportaron mejor”, prosigue Pascual. “Nuestra libertad de movimientos fue mayor; las raciones de comida más abundantes; y el agua que nos daban más fresquita y con menos sabor a gasóleo. Los más jóvenes reclutas de Belmojtar —algunos tenían tan solo 16 años— ya no pasaban a nuestro lado escupiendo al suelo para mostrar su desprecio, sino sonriendo. Si hay algo de lo que me arrepiento es de no haberme hecho musulmán desde el primer día de mi secuestro. Todo hubiera sido menos penoso”.
Pese a haber abrazado el islam, Pascual y Vilalta, ya sin Gámez a su lado, tuvieron aún que pasar por el peor momento de su cautiverio. Una unidad de élite del Ejército mauritano, apoyada por fuerzas especiales francesas, penetró en Malí el 22 de julio de 2010 para intentar rescatar a Michel Germaneau, un rehén francés que estaba en manos de otra célula de Al Qaeda, la que capitanea el temible Abu Zeid. Aunque mataron a ocho terroristas —entre ellos el presunto médico Bilal— la operación fracasó y Abu Zeid se vengó asesinando al septuagenario francés. Un par de años antes ya había decapitado al británico Edwin Dyer.
“¿Habéis decapitado al francés?”, preguntó Pascual angustiado a sus cancerberos al enterarse de la noticia a través de Radio Exterior. “No ha hecho falta”, contestó escuetamente uno de ellos. Los servicios de inteligencia conocedores del secuestro temían que Abu Zeid exigiese a Belmojtar “solidaridad” frente a Francia y que este abatiese a sus cautivos españoles.
En esos días “estuvieron a punto de matarles”, contó Chafi, el mediador, a EL PAÍS. “Creímos que la de los españoles era una causa perdida. Más de uno quería vengarse del ataque de los franceses y de los mauritanos contra Al Qaeda. Me desgañité explicándoles que el Gobierno español desaprobaba esa operación militar”.
Un mes después, escondido en un vehículo, Belmojtar asistió a la despedida de Pascual y Vilalta. Ocho todoterrenos, procedentes de varias katibas (células) de Al Qaeda, con medio centenar de hombres armados a bordo, se concentraron en medio del desierto. A su manera los yihadistas presentaron las armas a los que estaban a punto de dejar de ser sus rehenes, dispararon al aire y después los guardianes se acercaron a abrazar efusivamente a sus “hermanos” catalanes.
Horas después Chafi puso con su móvil un mensaje a este corresponsal desde el helicóptero militar en el que volaba, el 23 de agosto de 2010, rumbo a Gorom Gorom (Burkina Faso) con Pascual y Vilalta: “Todo transcurre muy bien”. Allí les esperaban los agentes del Centro Nacional de Inteligencia (CNI) con ropa y comida, incluido jamón ibérico. Dejaban atrás el islam rápidamente.
Pusieron a su disposición unas dependencias del aeropuerto para asearse y cambiar de ropa antes de reanudar el vuelo a Ouadadougou, la capital. Pascual dudaba de si debía afeitarse esa barba islámica porque aún temía represalias. “No querrás que te vea tu mujer con esas pintas”, le espetó un agente español. Le acabó de convencer.
“Pregunté una vez por el rescate” que el Estado español pagó por la puesta en libertad, comentó Pascual. Los agentes del CNI le respondieron con un escueto “no te preocupes”. Al Qaeda exigió, a cambio de su liberación, la excarcelación de 17 reos en Mauritania, pero solo logró la de uno, Omar Saharaui, un delincuente común, en absoluto islamista, pero excelente conocedor del desierto, a cuyos servicios habían recurrido los terroristas para capturar a los catalanes.
Para conseguir la expulsión de Saharaui a Malí viajaron sucesivamente a Nuakchot el entonces director del CNI, Félix Sanz Roldán; el ministro de Exteriores, Miguel Ángel Moratinos, y la vicepresidenta María Teresa Fernández de la Vega, a la que el presidente mauritano, Mohamed Abdelaziz, echó de su despacho. Omar Saharui salió de la cárcel y un año después, en octubre de 2011, volvió a echar una mano en otro secuestro, el de los tres cooperantes europeos en Tinduf.
Al Qaeda obtuvo también unos ocho millones de euros de rescate a los que hay que añadir las comisiones que cobraron el intermediario y otros conseguidores. Es una cantidad módica comparada con lo que ahora exigen en el Sahel los grupos terroristas.
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